Muchos, compungidos, dijeron: ¿Qué haremos?
Se vieron, en efecto, ligados por el ingente crimen de impiedad, porque asesinaron a quien debieron venerar y adorar, y supusieron que esto era inexpiable.
Grande era, en efecto, el delito cuya consideración los hacía desesperar; pero no debían desesperar esos por quienes el Señor, pendiente en la cruz, se dignó orar.
Había dicho, en efecto: Padre, perdónalos, porque desconocen qué hacen.
Veía, entre muchos extraños, a algunos suyos; pedía perdón para esos de quienes aún recibía injurias, pues se fijaba no en que moría a manos de ésos mismos, sino en que moría por ésos mismos.
(San Agustín, del tratado 31 sobre san Juan)